PREVENIR MEJOR QUE CURAR

sábado, 12 de julio de 2008

Mas vale hablar que callar

Me enteré hace algunas semanas de una investigación que se realizó en el estado de Illinois en Estados Unidos en la que se concluía que el discutir y no controlar la ira nos podría salvar la vida. Hasta ahora creía que hacerlo era nocivo y perjudica la relación de pareja, pero me dí cuenta que la discución con el otro debe ser alturada y sin exagerar, sobre todo si se trata de nuestra pareja.

Esta búsqueda se circunscribió a un dato puntual: cómo reaccionaba cada uno frente a una agresión verbal considerada injusta. La cuestión era si reprimía o no la ira. Las conclusiones fueron terminantes: en las parejas cuyos integrantes suprimían sistemáticamente los enojos, el índice de mortalidad temprana, principalmente por factores cardiovasculares, fue del 23%. Pero entre los miembros de parejas capaces de enfrentar el conflicto, consensuar diferencias y resolver las crisis, fue de sólo el 6 por ciento.

En una persona que se siente atacada injustamente se dispara un sentimiento automático de ira. Si la suprime, la ira se internaliza y comienza un proceso rumiante de repetición mental de las imágenes de la pelea, que finalmente se convierte en resentimiento. Si esta conducta persiste, desequilibra todo el funcionamiento corporal. La ira reprimida, la imposibilidad de canalizar adecuadamente el enojo y las interacciones hostiles dentro de la pareja son fuentes de estrés con un poder devastador, que se refleja en una variada gama de síntomas físicos y psíquicos.

Existe un buen libro de la psicóloga argentina Patricia Faur de la Universidad de Favaloro, que se llama Amores que matan, en él ella define el estrés conyugal como un proceso de desgaste de la comunicación, que se mide a través de la presencia de ciertos indicadores de hostilidad explícita o implícita en los gestos cotidianos: violencia verbal y no verbal, descalificación, sarcasmo, burlas, ironía, silencios, manejo y control del dinero y la sexualidad. Estos rasgos, que inicialmente pueden estar presentes en discusiones abiertas, se van convirtiendo en rasgos estables de la relación y van instalando el maltrato psicológico como algo natural e invisible. Pero de eso no estamos hablando.

Reprimir la ira es impedir la resolución del problema, pero la forma de expresarla tiene sus límites. Tenemos que desarrollar una escucha saludable, o sea no pensar en otra cosa mientras el otro está hablando; no interrumpirlo (solamente puede hablar uno por vez); calmar los sentimientos negativos enfocando la mente en el contenido intelectual de la conversación; tratar de ignorar transitoriamente aquellos rasgos del otro que resultan molestos, y abrir la agenda de temas hasta consensuar algún acuerdo que restaure el sentimiento de justicia.

También es preciso pedir sinceramente al otro que nos explique su pensamiento. Nos situamos en una condición optima para contrastar objetivamente su deseo de fondo y provoca en el otro la actitud de apertura. Cambiar uno mismo como invitación para que el otro modifique su conducta. El principio es el siguiente: si quieres cambiar al otro, cambia tu primero en algo.

Otro consejo podría ser el expresar la ira en el momento de la discusión, evitando toda conducta violenta, que sólo exacerba el problema en lugar de ayudar a resolverlo. Por otra lado no debemos eludir la discución por encima de todo, ni se debe cortar saliendo ostentosamente de la escena, cuando se teme estar equivocado. Y si se hubiera obrado así­ ten la honradez de volver, pasado el momento del enfado, y replantear el asunto hasta alcanzar el acuerdo deseable.

Si bien la comunicación tiene que ser honesta y directa, sin ambigüedades, no tiene que lastimar. A veces, es eficaz acercarse al dolor del otro y tratar de entenderlo, en lugar de utilizar el conocimiento sobre sus debilidades para golpear justo ahí, donde se sabe que más duele, alerta, y realza el potencial no sólo de las palabras, sino también de los silencios, de convertirse en sustitutos de la acción.

El escenario que se despliega al cruzar la frontera entre la discordia conyugal y un buen vínculo de pareja, en las relaciones sanas, se puede opinar sin temor de herir ni de ser herido; no hay descalificaciones ni críticas veladas; la comunicación es directa y franca. No se calla nada porque no se le teme al trabajo emocional y se aceptan las discusiones y los desacuerdos porque se toleran las diferencias.

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